jueves, 27 de agosto de 2015

La obsesión por el triunfo social


Imagen de El capital humano, dirigida por Paolo Virzi.
Dice Paolo Virzi que dos de los actores principales de El capital humano, Fabrizio Bentivoglio y Fabrizio Gifuni, son en la vida real tipos sencillos, honestos, buenas personas, justo lo contrario de aquello que aparentan en su película, construida a partir de la novela homónima de Stephen Amidon. La explicación parece en principio absurda —¿qué es un actor si no?—, pero empieza a tomar sentido cuando añade que, en cambio, Valeria Bruni Tedeschi vierte en su personaje algunos rasgos del mundo privilegiado del que procede, y que los dos jóvenes que completan el reparto principal, Matilde Gioli y Giovanni Anzaldo, actúan tal cual son. “Tan es así”, explica Virzi, “que más que como un director de cine, los filmé con la curiosidad de un documentalista”. El resultado de tal experimento —al margen de lo cinematográfico, que doctores tiene la Iglesia— es un retrato que asusta, por ajustado, de la sociedad italiana, donde lo cierto y lo fingido, el actor y su personaje, el rostro y la caricatura, se han mezclado hasta construir una mueca de un dolor muy difícil de calmar.
Hay un par de observaciones perdidas en El capital humano que hurgan en la herida abierta de Italia. Una de ellas la pronuncia con irónica amargura, casi al final de la película, el personaje de Valeria Bruni Tedeschi, una mujer a la deriva después de haber quemado sus sueños de actriz en la hoguera de las vanidades de su marido, un voraz especulador financiero: “Enhorabuena, habéis apostado a la ruina de este país y habéis ganado”. La otra pertenece a una grave y misteriosa voz en off: “Hemos subido la apuesta. Nos lo hemos jugado todo, incluso el futuro de nuestros hijos. Y ahora, finalmente, disfrutamos de aquello que nos merecemos”. Esto es, de un paisaje humano —porque ese es el verdadero paisaje de la película— que durante las dos últimas décadas y media permaneció hechizado por la televisión, cada vez más plana y no solo por el grosor de las pantallas, mientras las escuelas y los teatros y los museos y hasta Pompeya y el Coliseo se derrumbaban ante la desidia general. La atención, como se encarga de subrayar Paolo Virzi en la película, estaba en otro lugar.

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